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Por Carolina Venegas – Abogada

El fenómeno migratorio no es algo nuevo en nuestro país y mucho menos en el planeta, somos parte de un continente colonizado donde prácticamente todos, salvo los pueblos originarios, somos en mayor o menor medida inmigrantes o descendientes de aquellos y por el mismo motivo debiésemos permitirnos tomar una perspectiva menos etnocentrista y observar desde la integración este fenómeno en nuestro sistema de vida.  


La inmigración en simples términos es un movimiento de miembros de una población de un país a otro y que puede obedecer a decisiones voluntarias, forzadas, razones políticas, económicas, laborales, sociales o de otra índole.

Nuestro país desde la década de los 90 ha experimentado un aumento sostenido de la migración, más aún los últimos años donde  las cifras se han duplicado ya que Chile se ha transformado en un polo de atracción importante. Según las últimas estadísticas del INE, se estima que al 31 de diciembre del 2019 la población extranjera residente en Chile alcanzaría más de 1 millón 400 mil personas, lo anterior sin considerar las cifras negras, muchas veces ocultas e incontables en razón de las formas irregulares de ingreso, pasos no habilitados que suman un componente más de vulnerabilidad a estas personas que buscan en su mayoría una permanencia relativa en territorio nacional, transformándolas en un grupo humano que requiere con mayor celeridad, atención, regulación y protección.

Foto: Carolina Venegas – Abogada

La Excelentísima Corte Suprema como miembro de la Cumbre Judicial Iberoamericana y los  poderes judiciales de la zona, han elaborado una serie de instrumentos a fin de fortalecer el Estado democrático de derecho a través de la mejor administración de justicia, en especial, a los grupos con condiciones de vulnerabilidad, como en este caso, los migrantes. Entre estos instrumentos encontramos La Carta de Derechos de las Personas ante la Justicia, la que dedica un acápite completo para refiriese a una Justicia que protege a los más débiles. Así, ser migrante persé, puede otorgar una condición de vulnerabilidad, pero lo grave está en aquellas personas que soportan un cumulo de condiciones adversas, y que los pone en una categoría de mayor vulnerabilidad,  y que dentro de la migración  son los niños y niñas, los ancianos, embarazadas entre otros.

Para tener un panorama general de nuestro ordenamiento jurídico en esta materia, podemos referirnos a normas claves: El artículo 1 y 19n°2 de la Constitución Política no hacen distinción entre nacionales y extranjeros,  hablan de personas, se refiere a que las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Otra norma base es el principio de territorialidad y el ámbito personal de la ley, a saber, que la ley se aplica dentro de los límites del territorio de la República y es obligatoria para sus habitantes, incluidos los extranjeros. También el principio de igualdad ante la ley, esto implica un reconocimiento jurídico del extranjero y de este modo, a través del artículo 5° de la Constitución, el Estado está obligado a respetar los tratados internacionales vigentes y ratificados por Chile, entre ellos atingentes a esta materia, el Estatuto de Refugiados de la ONU y su protocolo del año 1967, refrendada por la ley N°20.430 del año 2010, cuyos principios son la no devolución , no discriminación, reunificación familiar, interés superior del niño, etc. mismos principios que se repiten en la Convención Internacional sobre Protección de los derechos de trabajadores migrantes y sus familias.

Lo anterior permite concluir que los inmigrantes son jurídicamente habitantes de nuestro país, independiente de su condición migratoria, el Estado debe reconocerlos y por ende respetar su dignidad y derechos fundamentales plasmados en los instrumentos antes mencionados.

Pero, ¿Dónde radica el mayor conflicto? La respuesta a esta interrogante es extensa, sin embargo me avocaré a indicar que la normativa internacional se contrapone con gran parte de la legislación interna en esta materia, principalmente con la llamada “Ley de Extranjería” del año 1975, que demuestra en forma evidente que en nuestro ordenamiento jurídico existe una inadecuación de la legislación nacional. Esta Ley de acuerdo a su contexto histórico, tiene un marcado acento en el paradigma de la seguridad nacional y la sospecha hacia el extranjero, basada en un enfoque que contiene incluso elementos de criminalización  de la migración, propiciando la dictación de leyes represivas contra el inmigrante ilegal.

Las disposiciones de la ley antes mencionada han sido ampliamente criticadas por la doctrina, pues otorga una visión del extranjero como un enemigo, y deja una amplia discrecionalidad al agente Policial que controla el ingreso. Esta norma tiene una notoria carencia de principios orientadores, siendo estrictamente normativo y restrictivo, evidenciando una falta de categorías migratorias. En conclusión, se trata de una ley que no solo está obsoleta, si no que no responde a las necesidades de un Estado moderno, de allí la imperiosa necesidad de su derogación y la creación de una nueva ley de migraciones que se enfoque en los derechos y reconocimiento de las garantías fundamentales.

Por lo tanto, la sociedad se debe hacer cargo de todas las problemáticas que de este fenómeno derivan, como la discriminación, falta de acceso a la justicia, la trata, el tráfico de personas, la situación de los niños, niñas y adolescentes no acompañados, la violencia a que los niños son expuestos en sistemas de registro, problemas de habitabilidad y precariedad en el empleo, la burocracia en obtención de visas y todo esto, sumado a la historia que pesa sobre cada persona que decide cruzar una frontera en busca de nuevas oportunidades. Es indiscutible la necesidad de contar con una ley matriz, una nueva institucionalidad migratoria que garantice un trato digno y seguro de los inmigrantes que allegan a nuestro país, que al parecer no está preparado legal, ni administrativa, ni culturalmente para el arribo masivo de extranjeros. Resulta clave ver la migración como un desafío y una oportunidad, como un factor de interculturalidad, que permita además dinamizar la economía, favorecer el desarrollo demográfico e incluso aumentar la recaudación fiscal. Más vale invertir en políticas estatales de integración que hacerlo por las consecuencias de la exclusión y así generar una sociedad más tolerante e inclusiva, que ponga la dignidad y derechos humanos en el centro de las políticas públicas de nuestro país.